Soy un gran tipo deambulando por las calles,
Tan fumado que no reconozco a nadie que encuentro.
Markos Vamvakaris, 1935.
Una de las principales características del trabajo de Fermín Jiménez Landa es que voluntariamente se sitúa al margen del arte por el arte; es decir, su práctica artística, tanto desde un punto de vista conceptual como estético, no funciona de un modo autónomo o metareferencial, sino que se construye en base a apropiaciones e intereses externos que, hábilmente, traduce y traslada a su contexto de actuación: el del arte contemporáneo y el de sus espacios de presentación.
Ahora todos los chicos están llorando, proyecto centrado en la música rebétika – género que el artista ha conocido a partir sus estancias regulares en Atenas y otros enclaves geográficos de Grecia y Turquía – supone un claro ejemplo de dicho esquema. Un proceso de investigación que le ha llevado a estudiar su identidad musical, popular y social para, al margen de una lectura documentalista o antropológica, llevarla a su terreno y confrontarla así con los aspectos que definen su obra. El sentido del humor, la solemnidad ridiculizada, la fascinación por el absurdo, la aproximación paródica a la realidad diaria y el respeto irreverente sobre aquellos ámbitos de conocimiento que usa como germen inicial; en este caso el submundo sórdido y subversivo de la rebétika y, a su vez, la lectura particularizada de la sociedad griega en la actualidad.
Además, por su condición de viajero occidental en territorio griego – lugar más bien definido por sus contradicciones y tensiones culturales entre oriente y occidente – el conjunto de propuestas que conforman Ahora todos los chicos están llorando pone en tela de juicio ciertos estereotipos frecuentes en la trayectoria de Fermín Jiménez Landa. Tópicos universales como el turismo y su (erróneo) exotismo por lo ajeno, el desarrollo de las subculturas como sistema de resistencia al poder, la música popular y su relación con lo local y lo global, o el cruce de culturas y estilos de vida que dialogan en la ciudad europea contemporánea.
El carácter extremo, desoficializado y antihegemónico propio de la rebétika enlaza – en lo que a actitud e intenciones se refiere – con su manera desjerarquizada e híbrida de enfrentarse a la producción artística. Un tipo de actuación que suele explicitarse a partir de instalaciones en las que conviven diversos formatos y registros – desde el dibujo y el texto hasta la fotografía, el graffiti, la fotocopia, el objeto o el video. Una suerte de nomadismo discursivo y formal que, partiendo en este caso de una atracción personal (e incluso biográfica) por la cultura rebétika y sus nexos con el pasado y el presente griego, le lleva a pasar sin problema de un aspecto a otro – de las temáticas de sus canciones a su jerga y estilos de vida, del consumo de hachís que define el temperamento rebétiko a la marginalidad y desesperanza social que denota dicha música – con el objetivo de incorporar progresivamente los resultados surgidos durante el proceso y poder ofrecer finalmente una visión en conjunto de sus indagaciones y ensayos desde el espacio hegemónico de la sala de exposiciones. Un complejo sistema de relaciones cuyo eje, como es habitual en la obra del artista navarro, rechaza ideas nucleares y centrales para situarse más bien en las intersecciones y puntos de fricción entre planteamientos distantes y complementarios.
Por tanto, el análisis de la rebétika – tanto de su historia como de la instrumentalización llevada a cabo por el artista como filtro de interpretación de la Grecia de hoy – permite ir descubriendo paralelismos y conexiones con las los piezas presentadas en Huarte. Una amplia instalación que, pese a las diversas formalizaciones y narrativas utilizadas, invita a una lectura unitaria construida en base a fragmentos y retales derivados de sus estancias en Grecia y de su específica aproximación al mundo de la rebétika.
Quizás la ausencia en Grecia de una identidad geopolíticamente estable, debido a sus constantes diásporas y procesos migratorios a lo largo de los siglos, supone una de las claves para comprender, entre muchas otras cosas de su idiosincrasia, dicha música y la hibridación y mezcla de culturas que la definen. Como apunta Elías Petropoulos, uno de los ensayistas más significativos de la tradición rebétika, el argumento principal de la cultura de los rebetes (así suele llamarse a sus músicos e intérpretes) se sitúa precisamente en su condición bastarda y plural. En definitiva, una identidad no articulada a partir de símbolos de pertenencia propios sino en base a toda una serie de influencias foráneas (turcas, venecianas, judías, armenias, árabes o gitanas, entre otras). Condición bastarda y plural que se adapta tanto a la visión del artista sobre la Grecia contemporánea como a su propia manera de trabajar en arte.
Si repasamos algunos de sus proyectos recientes, vemos que la obra de Fermín Jiménez Landa siempre se nos brinda repleta de referentes e inquietudes ajenas al contexto artístico. Ya sea desde demostraciones pseudocientíficas de baja espectacularidad en relación a la energía (Actos oficiales, Caixafòrum Barcelona, 2008), ensayos sobre principios básicos de la física, como la ley de la gravedad (Todo es imposible, 2008 o More Mass / Más Masa. Galería Showroom. Berlín, 2009), el concepto de fama aplicado a la fisicidad de las personas (El peso de gente famosa en cosas no famosas. Artium Vitoria, 2006) o, en este último caso, la lectura no-oficial de Grecia a partir de la rebétika (Ahora todos los chicos están llorando, Huarte – Centro de arte contemporáneo de Navarra, 2009).
Históricamente, la rebétika surge a mediados del siglo XIX en el seno de las músicas populares de los emigrantes griegos de Asia Menor o Estados Unidos; un sonido nostálgico, triste y reivindicativo estilísticamente cercano a corrientes musicales anteriores como el blues (de ahí que la rebétika sea conocida vulgarmente como el blues griego). No obstante, la llegada masiva de refugiados a Grecia durante los años veinte del siglo pasado hizo que, junto al crecimiento desmedido de las ciudades y sus graves consecuencias sociales (marginalidad, pobreza, proliferación de guetos, aumento de los índices de paro, delincuencia, criminalidad, etc…), la rebétika se asentara en el país colmada de influencias externas – principalmente turcas – y se extendiera por los bajos fondos y las periferias de las grandes urbes como Atenas o Tesalónica. Así fue como gran cantidad de rebetes poblaron dichos suburbios, dando lugar a una tipología distinta de canción urbana capaz de reflejar la dramática realidad de los guetos; algo que a su vez provocó el surgimiento de una nueva tribu urbana sin raíces ni futuro organizada en torno a la venta y el consumo de hachís: los manges, también llamados entre ellos derviches (nombre de los bailarines turcos que giran sobre si mismos). Los manges se reunían en los tekkedes, bares en los que tocaban instrumentos ligeros de cuerda como el buzuki o el baglamás y dedicaban el tiempo a beber, a bailar y al consumo y venta de hachís y otros estupefacientes. En este sentido, los tekkedes, símbolo de cierta contracultura popular en un ambiente dominado por la opresión, suponen el auténtico centro neurálgico de la música rebétika.
La cultura rebete generó desde los años veinte un contexto de marginalidad, ilegalidad y oposición al orden establecido. Un movimiento contrahegemónico que se mantuvo a lo largo de los años sorteando prohibiciones y persecuciones durante la dictadura fascista de Ionnis Metaxas (1936-1941). Tras el período de guerra civil que sufrió Grecia de 1946 a 1949, ésta empezó a salir de los bajos fondos urbanos para entrar, con cierto exotismo mal entendido, en los circuitos de la burguesía y la clase alta. Algo que, pese a su pervivencia y reconocimiento, desdibujó su pureza e hizo que fuese perdiendo algunas de sus señas de identidad, ya sea por la moderación de sus letras como por su progresivo éxito comercial y pérdida de autenticidad.
No obstante, y pese a que Ahora todos los chicos están llorando sitúe su punto de partida en la tradición rebétika, la revisión detallada de las piezas que configuran la exposición incita a una lectura más ambiciosa y descentralizada. Un juego de símbolos y lecturas cruzadas entre obras de distinta índole que, a modo de instalación híbrida (bastarda incluso por su variedad) ofrecen al espectador una aproximación irónica y comprometida al mismo tiempo de la ciudad de Atenas y de Grecia.
Los cuatro grandes dibujos que marcan el inicio de la muestra – Mi dervisaki Acid house, El barco y Smyrna dan buena prueba de ello. Dibujos dominados por el texto – extraídos de letras de canciones de rebétika que hablan de la cárcel, del contrabando y el consumo de drogas como vías de escape ante la precariedad y las miserias diarias. Frases escritas de manera tosca – un estilo habitual en el artista directamente heredero de las pintadas callejeras – que dialogan con iconos potentes como la bandera griega, la turca, los aros olímpicos o el típicosmiley del acid house, insignia popular de la fiesta y el consumo de ácidos a partir de los años ochenta.
A continuación, la pequeña proyección de video 360 º ofrece un guiño inocente y sarcástico a la vez a la cultura de los derviches musulmanes giradores de Turquía, nombre que también acuñaron algunos rebetes griegos. Plano fijo de una máquina de giros – versión griega del kebab turco – en el centro de Atenas con el rulo de carne (en este caso cerdo, algo impensable en la cultura musulmana, y por tanto polémico en la convivencia y las rutinas diarias de la ciudad) girando de un modo solemne y ridículo hacia un lado y hacia otro. Un ejercicio anodino que, desde lo más banal, simula el carácter místico y sagrado del derviche bailarín y del dervisaki camello. Es decir, el trance del baile y el trance de la droga unidos en el objeto vulgar y cotidiano de la máquina de giros.
En la pared opuesta, Kolouris – secuencia de cuatro fotografías que muestran un grupo de palomas comiendo unos aros olímpicos hechos de roscas de pan (en griego kolouris, típica comida ambulante) – refleja simbólicamente el peso olímpico y glorioso de la Grecia clásica; algo que en Atenas recibes (y consumes) en constante diálogo con la realidad diaria. Una lectura ingenua pero amarga y condenada a sobrevivir en base a las rentas –ya sean éstas simbólicas o económicas – que aún genera el esplendor pasado y perdido desde un presente en crisis permanente.
Algo parecido ocurre en la colección de camisetas que el artista sitúa en una burra en medio de la sala. Siete veces la misma camiseta negra con el Partenón dorado como insignia icónica de la ciudad. Por tanto, una alegoría de la subsistencia derivada del turismo y de la compra-venta exótica de los souvenirs más tópicos, casposos y representativos del poder simbólico del viaje. Una variante más del típico “yo estuve allí” tan extendido y sobrevalorado en nuestra cultura occidental.
Por otro lado, la exposición incorpora también en otro de los muros tres grandes ampliaciones de imágenes derebetes pixeladas y extraídas directamente de Internet. Uno bailando, otro tocando el buzuki y otra – en este caso una mujer – cantando. Una pieza vinculada directamente a la rebétika y a la imagen, entre romántica y maldita, de sus músicos. Una visión antiheróica del rebete)– como ídolo fracasado pero solemne y respetable – acentuada con algunas letras de canciones (traducidas del griego al inglés, y de éste último al castellano) que hablan de sus continuos problemas con la ley, la policía y el orden.
Justo delante de dichas ampliaciones, el artista ha reproducido sobre la pared blanca y descontextualizada del centro de arte toda una serie de graffitis hechos con spray que fue fotografiando y documentando a lo largo de sus estancias en Atenas. Firmas de autores anónimos que buscan en los muros de las calles un espacio de representación, iconos de carácter político como la hoz y el martillo propios del comunismo, de nuevo el símbolo del acid house como posible emblema de la libertad o la convocatoria pública para una manifestación en un punto específico de la ciudad son algunos de los elementos recuperados para incluir en la sala un espacio fugaz de resistencia y oposición. Un elemento simple y de baja relevancia dentro del conjunto del proyecto, pero que en cambio, debido a sus connotaciones de pintada callejera y clandestina, se convierte a la vez en una de las piezas más emblemáticas de la exposición.
Ahora todos los chicos están llorando añade a su heterogéneo display expositivo una mesa de documentación en la que, aparte de ciertos residuos como los botes de spray utilizados en el graffiti y algunas revistas de cultura urbana de Atenas, Fermín Jiménez Landa recoge el registro fotográfico de acciones efímeras realizadas in situ en el espacio público de la ciudad. Por un lado Soy un gran tipo, dos fotografías en las que podemos ver un estribillo de Markos Vamvakaris – uno de los músicos más representativos de la rebétika y del estilo de vida ilegal y transgresor del rebete – pegado por un imán de nevera en los cañones del museo etnológico de Grecia, centro del nacionalismo griego. Y por el otro Derviche, la deconstrucción y reestructuración en línea (de mayor a menor) de los ingredientes propios de un giros situados en el suelo de un parque público.
Además, la muestra incluye un espacio independiente y aislado. Una sala cerrada y dominada por una luz artificial cargada de cierto misticismo religioso y urbano, como de mezquita o de espacio sagrado que su vez recuerda a los neones de los clubs nocturnos. Una sala de estar acomodada con sillas para reunirse a charlar (o supuestamente para beber y fumar, algo que no se puede hacer dentro de una sala de exposiciones) en la que se proyecta un vídeo en el que vemos y escuchamos a Vamvakaris tocando y cantando. Quizás el espacio de la exposición que, sin que sea realmente su pretensión, funciona de un modo más pedagógico; un lugar en el que el espectador – en principio desconocedor de la rebétika – puede descubrir el sonido característico de dicho género. La pequeña sala negra aparece mínimamente decorada con algunas postales típicas de la “marca griega” en el exterior (ruinas clásicas, bellas playas y pueblos blancos) y con el sonido de la rebétika, a volumen alto, filtrándose de forma secundaria y furtiva en el resto de la muestra.
Finalmente, cerca de 360º, encontramos una pequeña y sutil intervención mural: una línea de sellos griegos directamente salivados por el artista sobre la pared. Un gesto mínimo habitual en el viajero que, casi a modo de chiste sarcástico y mordaz, sintetiza el traspaso de todo lo conocido en Grecia al lugar de pertenencia del artista, en este caso Pamplona. Dichos sellos, prácticamente invisibles en el gran muro de la sala, aparecen reforzados y señalados por el mismo fluorescente verde que domina la sala anterior.
Ahora todos los chicos están llorando, a medio camino entre la parodia humorística y la crítica de raíz micropolítica que define el trabajo de Fermín Jiménez Landa, refleja de un modo bastardo, ilegal y plural sus procesos de investigación e incidencia práctica en las estructuras sociales de Grecia. Algo que el artista estira, reconstruye y redefine a partir de sus indagaciones en la cultura y la música rebétika con el objetivo firme de alejarse, en la medida de lo posible, de las visiones más turísticas y convencionales derivadas de la experiencia vital en un lugar ajeno. En este sentido, la doble moral – de ilegalidad y subsistencia límite, de delincuencia y supervivencia ilícita – del mundo de los rebetes le sirve para avanzar de un modo híbrido y ambiguo (como arma de doble filo, o como las dos caras de una misma moneda) en argumentos y contenidos siempre duales y controvertidos; quizás la manera más efectiva y rigurosa de intentar explicar las complejidades étnicas, sociales y culturales que conviven en el día a día de la capital griega.
Ambigüedad y contradicción ya implícitas en el título de la exposición extraído del cancionero rebétiko – “Ahora todos los chicos están llorando” -, reflejo de cierta sensibilidad, desaliento y tristeza masculina, que esconde voluntariamente un subtítulo clarificador y crápula – “porque ya no van a tener su droga”. Una manera irónica y efectiva de descifrar los códigos identificativos de la rebétika y de su derrota crónica.
Ahora todos los chicos están llorando, porque ya no van a tener su droga supone una exploración narrada en primera persona repleta de acciones y registros surgidos de los viajes y experiencias en Grecia de Fermín Jiménez Landa. Una relato desdibujado en base a pequeños fragmentos que buscan la complicidad del público desde el uso voluntario de iconos claves fácilmente reconocibles como son la bandera, la comida griega, el souvenir, los juegos olímpicos, el pasado clásico o la música popular. Un voluntad por tanto de ahondar en los entresijos de la Grecia actual en la que la cultura rebétika se convierte en la excusa perfecta para abandonar el rol estandarizado de “turista” y ofrecer así una mirada desde dentro. O dicho de otro modo, la condición desesperanzada y límite de la rebétika – de utopía perdida en contraposición al idealismo del pasado – le conduce a generar una visión distópica y extrema de la Grecia contemporánea. Algo que, sin dejar de lado la ironía, la parodia y el sentido del humor, ensaya fórmulas de empatía para/con nosotros mismos y los entornos sociales, culturales y urbanos que nos definen. Una reflexión tan compleja que quizás sólo puede darse desde un ámbito flexible y supuestamente poco práctico o de dudosa seriedad como es el arte.
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